Auzug aus der Eröffnungsrede von der Ausstellung „New Shores“
von Liam Floyd
Mein Name ist Liam Floyd. Ich bin Kunsthistoriker und freier Kurator und lebe in Dresden. (…) Wie einige von Ihnen vielleicht mitbekommen haben, ist nächstes Jahr Caspar-David-Friedrich-Jahr. In Dresden ist das eine besonders große Sache und dort hört man jetzt schon täglich davon. Das Jubiläum nächstes Jahr zelebriert den 250. Geburtstag des Malers. Caspar David Friedrich gilt als einer der wichtigsten, wenn nicht der wichtigste Maler der Epoche der deutschen Romantik. Seine Landschaftsmalerei ist geprägt von dem Motiv der Sehnsucht. Einer persönlichen Sehnsucht nach Erfüllung, und Liebe, eine Sehnsucht nach Natur und Weite und etwas Ursprünglichem, einer Rückkehr zu einem Ursprungszustand. Dahinter verbirgt sich auch eine politische Sehnsucht.
Die deutsche Romantik, vor allem die Zeit nach dem Tod von Caspar David Friedrich im Jahr 1840 ist stark geprägt von der Sehnsucht nach einem vereinten Deutschland und der Idee des deutschen Nationalstaats. Diese Idee eines deutschen Reichs basiert größtenteils auf Legenden und Fiktionen, die sich aus dem Mythos und dem Erbe des Heiligen Römischen Reiches Deutscher Nation ergeben haben, welches 1806 mit den napoleonischen Kriegen ein Ende fand. Es ist die Idee eines gottgegebenen Reiches, vereint unter deutscher Herrschaft. Es ist eine konstruierte deutsche Kultur, die es so in dieser Form nie gegeben hat. Es ist eine Nationalstaatliche Idee, die vor allem auf der Abgrenzung zu anderen und deren Anfeindung gegründet wurde. Auf dieser Grundlage wurden im 19. Jahrhundert Kriege geführt und schließlich 1871 das Deutsche Kaiserreich gegründet, das sogenannte zweite Reich. Die Folgen, die dieses Gedankengut weiter mit sich bringen wird, werden Ihnen alle bekannt sein.
Schon einer von Caspar David Friedrichs Zeitgenossen, Heinrich Heine, hat während der Restaurationszeit Kritik an dieser Idee geübt. „Deutschland. Ein Wintermärchen“, 1844 erschienen, behandelt diese Idee satirisch, wenn auch Heine selbst an ein vereintes Deutschland glaubt hat, nur eben eines welches sich weniger über Anfeindung und Militarismus definiert.
Ich glaube, dass wir auch jetzt in einer Zeit leben, in der Sehnsüchte groß sind. Es ist, denke ich, weniger ein Verlangen nach Fortschritt und der Glaube an eine positive Zukunft, sondern ein Rückblick auf die Vergangenheit, auf die Dinge, die funktioniert haben, die Momente die gut waren. Wir leben in einer Zeit, wo Gefühle wichtiger scheinen als Fakten. Auch nationalistische Gesinnungen rücken immer weiter in die Mitte unserer Gesellschaft und den Mittelpunkt des Diskurses und das nicht nur in Deutschland, sondern, ich denke, weltweit. Dieser sehnsüchtige Blick auf das Dagewesene ist höchst Subjektiv und dementsprechend verklärt.
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Rojo & Kreß (…) haben die gesellschaftliche und politische Dimension der Romantik aufgegriffen. In den Landschaften ihrer Grafiken sehen wir Waldbrände und die Ausstellung wird durchdrungen von einer abstrakten Skulptur, welche ein Rotorblatt eines Windrads darstellt. Rojo und Kreß gehen damit auf eine aktuelle Debatte ein, die unsere Gesellschaft zu spalten scheint. Das Windrad steht dabei symbolisch für die Veränderungen unserer Zeit und dient in der Debatte als ein Aufhänger für Streit zwischen progressiven und konservativen Lagern. Der Traum der unberührten Natur, wie sie auch bei Caspar David Friedrich nur eine sehnsüchtige Vorstellung war, liegt auch heute fern, denn auch eine vermeintlich umweltfreundliche Energiegewinnung bringt eine Störung oder Zerstörung der Natur unwillkürlich mit sich. In diesem Sinne ist auch die Idee der umweltfreundlichen Technologie romantisch verklärt.
Der Titel der Ausstellung - „New Shores“ - enthält ebenfalls romantische Motive: Land in Sicht, Landgewinnung, eine neue Küste - ein Neubeginn - romantische Seefahrts-Motive, oder in unserem Fall vielleicht romantische Flößer-Motive.
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Wolfratshausen, 3. Nov. 2023
En búsqueda del Superalimento
José Domingo Martínez R.
(Muestra: Superfruits, Galería Animal, Santiago de Chile 2023)
La vida en las grandes ciudades europeas se caracterizó durante siglos por un alcoholismo casi universal. Era raro tener agua potable a mano en medio de una gran aglomeración urbana de humanos, animales y basura, por lo que la fermentación era la manera de producir bebidas que se pudieran tomar sin arriesgarse a una infección. Mantenerse hidratado era una de las principales preocupaciones sanitarias—y no un puro consejo de wellness—en una época en que la principal fuente de energía, aparte de las biomasas y la fuerza animal, era la propia fuerza muscular humana, y una de las principales causas de muerte era la deshidratación por diarrea. En Londres, por ejemplo, se estima que a fines del siglo XVI el consumo habitual de cerveza de un hombre adulto eran ocho pints al día, poco más de cuatro litros y medio. En otros lugares la sidra era común al desayuno, incluso para los niños.
Esto cambió con la masificación del café, el té y el cacao—este último bautizado en la taxonomía como Theobroma, “alimento de los dioses”. Para extraer las bebidas de estas plantas era necesario usar agua caliente: el agua así se esterilizaba y ahora había otra forma para hacerla pasable para el consumo humano. A las pints del menú se le agregaron enormes tazones de bebidas calientes altas en cafeína, y la taberna se fue convirtiendo en un café. En este lugar confluían nobles frondistas venidos a menos, clérigos con inclinaciones ateas y otros personajes de dudosa reputación. Una multitud de insomnes apostaban a los naipes y al ajedrez, especulaban en la bolsa y discutían sobre política y religión, entre otras cosas. Más de algún filósofo alabó los efectos civilizadores de estas bebidas ahora que era posible hidratarse sin andar en un estado de borrachera permanente. La autoridad, obviamente, veía estos lugares con sospecha.
Junto a estas bebidas calientes, el tabaco también había ingresado a la dieta local: una población humana en estado de agitación cada vez mayor empezó a consumir fuego y a echar humo y vapor por el cuerpo, y no pasó mucho tiempo hasta que los edificios y las máquinas también empezaron a hacerlo.
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Algunas mentes suspicaces y conspirativas han observado que el auge de la legislación anti-tabaco en los Estados Unidos coincide con la masificación de los teléfonos celulares: la caja negra reemplazó a la cajetilla, y ahora nos metemos la mano al bolsillo para chequear la última notificación como antes nos metíamos la mano para sacar un cigarrillo. La notificación de la app suele venir anunciada por un puntito colorado, una pequeña fruta que se cosecha con un toque en la pantalla.
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En la paleontología se habla hace un tiempo sobre la co-evolución entre los dinosaurios y la floración de las plantas. La fruta que le siguió a la flor era la ofrenda que le hacía el reino vegetal al reino animal para asegurar su supervivencia, para que el dulzor les saciara el hambre y no fuesen anexados completamente por esos gigantes voraces: “cómete esta parte mía, que es dulce. A cambio, tú te tragas las semillas y las cagas bien lejos, y así multiplicas mi especie, y tendrás más frutas”. Lo que quedó de un viejo tratado diplomático.
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Me contaba un caballero que las enormes peras que vendía, muy jugosas al madurar, eran llamadas “peras yegua” en el Chile de los años cincuenta. Uno las masca y la boca queda mojada como el hocico de un caballo. Quizás lo yegua sea también una resonancia afrodisíaca frutal, como la granada partida en la iconografía tradicional para simbolizar la fertilidad femenina, o el plátano con el que se practica cómo poner un preservativo en una clase de educación sexual.
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Una manzana fresca recuerda a la cara redonda de una persona joven. Los carita de manzana en la escuela comparan la cara de su profesor con una pera, con una papa o con una pasa.
ALL DEAD! DO NOT ENTER
by Pablo Rojo Salazar
(Exhibtion: ALL DEAD! DO NOT ENTER, 550, Santiago de Chile)
There is a scene in The Walking Dead comic book. The protagonist arrives at a gated community, seeking shelter. By the gate, there is a crudely written sign, covered up in snow. To his misfortune, he soon finds out that the suburb is overrun by zombies, and the sign -we realize when the snow falls- was a warning: “All dead!, do not enter”.
There is a comical wink to this warning, stated at the doors of a gated community. One cannot miss the parody of the classic notice: “private property, do not enter”. As we follow suburban streets, we suddenly find gates and fences. The road continues, but beyond the gates not only the houses are now private, but the whole space they occupy. From outside, one might see the gardens, playgrounds, pools and tennis courts: they belong to the neighborhood, but not to the city. In a way, gated communities function as quarenting spaces. The hedge walls, cameras and guard posts create a cordon sanitaire around the suburb, keeping the clean and well to do apart from the dangerous hordes from the city. The comic book, however, inverts this image, stating that the dead, after all, live inside.
The following work by Rojo and Kress explores this playful inversion: the un-life of the gated community. Golf clubs, balls and tennis racquets point us to sports that are modestly practiced in the privacy of one’s own neighborhood. If one wants to avoid people using the golf course to play football or make picnics, one needs to wall off several hectares of park. But, similarly, if one needs to keep the tennis ball within the court, it’s necessary to surround it with tall fences. The suburban perimeter functions kind of in the same way: it keeps the strangers outside, and the innocent kids within.
When it comes to thinking this double insulation, the image of the zombie -that is, of the contradictory living-dead-, can become quite illuminating. Within the city, the gated community separates itself from the organism, and like a tumor made of rogue cells that refuse to die, it shifts to its own private agenda. Its metabolism becomes purely internal and, inside, one can indeed feel that certain lack of vitality characteristic of uniformity: the houses look the same, and so do their inhabitants. This does not imply, however, that they are docile. Zombies are dangerous, and in the crushed tennis racquets we can glimpse that, in spite of the white sporting clothes and the fair play aura, the suburban tennis players can get very angry.
In the objects presented one will see, however, that the exercise proposed by the artists does not point to a straightforward and familiar critique of gated communities or suburban life. The work doesn’t rush to snarky remarks about rich people, but rather lingers in the aesthetic aspect of its subject; it communicates simply the way the un-living gated community feels. There is something quite comical about uniformal suburban life; a ridiculous note that should be taken into account by any serious critique of it. Whatever indictments one might draw about privilege and exclusion are left to the viewers. The point of departure of Rojo and Kress’ installation is, after all, a comic book; something reflected by the almost cartoonish confection of the tennis racquets and golf clubs. They invite us to take gated communities a bit in jest: one may very well say “All dead!, do not enter”.